Sandra Forever
avSandra es una de esas mujeres que se ama de noche y se desconoce de día.
Canjea su carne por dinero y yo la conozco una noche de invierno en Forever,
un prostíbulo de muy baja categoría en Córdoba.
Llego con dos amigos y un ramo de excusas:
a mis amigos les encanta la cocaína y las putas
y en este templo del pecado hay mucho de ambas cosas.
La policía no entra a Forever, Dios tampoco – nadie pregunta, nadie quiere saber
y las mesitas redondas no alcahuetean – lo que sucede ahí adentro permanecerá en secreto.
Un hombre desenrolla un papelito plateado e inhala el contenido.
Me ve y señala con la cabeza el papelito, invitándome a compartir su blancura.
“No? Lástima con semejante nariz”, me contesta y se larga a reír.
Un gramo de cocaína salía en ese entonces 10 pesos, por 10 más te la chupaban.
La música en el viejo jukebox sin embargo era gratis.
En la casa que Dios abandonó, el sexo, la droga y el rock n´ roll es una santa trinidad –
la respuesta a las preguntas que nadie quiere hacerse.
“Can´t buy me love”, pienso convencido. Pero nadie aquí quiere comprar amor.
Quizás vienen a negociar su soledad, tal vez quieren regatear un consuelo o
comprar un poco de olvido. Pero nadie viene a comprar amor.
Al poco tiempo de estar ahí, viene Sandra, meneando su cuerpo grotesco y
con una enorme sonrisa sin dientes.
Su increíble circunferencia es contenida por una pollerita cortita de cuero sintético
y una blusa escotada, pero es muy poca tela para tanto volumen.
Se sienta en la mesa y se pone a conversar. Le aclaro que no soy cliente,
pero pareciera no importarle.
Su alma se está rebalsando y necesita compartir su contenido.
Habla sin parar, gesticula y me muestra su cuerpo de cicatrices.
Cesáreas, navajas, peleas callejeras, clientes tacaños, cada tajo tiene una historia
y se ríe cuando lo cuenta.
Sospecho que detrás de cada risa hay un suspiro sin fondo.
Debe tener menos años de los que aparenta y más heridas de las que muestra;
si este es el cuerpo, no me quiero imaginar como tiene el alma.
Después de un rato, el jukebox llega al tema que Sandra ha elegido.
Alegremente se para y me saca a bailar.
Quizás por lástima, quizás porque me gustó la canción, quizás porque la cerveza
te quita las inhibiciones, la cuestión es que de golpe me encuentro en la pista de baile,
bailando un cuartetazo con una puta gigante sin dientes.
Durante unos minutos se diluyen las fronteras y las enormes diferencias de clase desaparecen.
Cuando la noche termine cada uno volverá a lo suyo:
yo voy a soportar mi resaca en una cama grande y caliente;
ella, volverá a su casa de chapa y cartón donde tiene encerrado a sus hijos,
mientras busca billetes donde ninguna mujer debería tener que buscarlos.
Es tan injusto, pero ese momento no nos preocupa.
Baila como las diosas y me esfuerzo por seguirle el paso.
No tenemos nada en común, pero ya me he olvidado que es una puta
y ella me ha perdonado por no darle de comer.
Cuando la música finalmente se detiene, me acerco y la abrazo fuerte.
Ella me mira y sonríe, como ha hecho toda la noche, desafiando su destino,
pero su sonrisa ya no me resulta grotesca sino llena de ternura.
Sandra no ha resignado su felicidad, sus ganas de ser humana.
Cuando salimos a las cuatro de la mañana, la calle sigue latiendo llena de vida.
Sandra ha desaparecido con un cliente y deseo profundamente que él no le de nuevas
cicatrices de las cuales reírse la próxima semana, en Forever,
en el centro de la ciudad pero en las afueras de la vida.